Por: Juan Carlos Cuya Velarde

Por: Juan Carlos Cuya Velarde
muchas historias entretejidas...olvidadas...perdidas

Tras el silencioso recorrido del capullina...se van tejiendo y contando historias en secreto pecado.

Por: Juan Carlos Cuya Velarde


martes, 27 de diciembre de 2011

¡Confieso, que he vivido! (...)Gracias a Neruda


Las horas de trabajar han concluido y por fin, una vez más, la antigua Alameda Bolognesi me da la bienvenida a esta tierra de señoritas y soldados, del caplina y el Tacora. Me recibe entonces el placentero bullicio que provoca el ir y venir por sus largas y antiguas cuadras. Las personas que, cual pasajeros caminan por esta tierra, reviven en sus pasos las historias de aquellas viejas losetas, que tras el concreto guardan  una vida,  nada mas que  el alma de mi tierra.

Estoy cerca al mercado central, aquél que antes llevara el nombre de "La Recoba". Aquel que ve cruzar al silencioso "Caplina" y que empezara a morir tras el terrible incendio, que sus cimientos de barro y arcilla soportaran por aquellos días. 
Encuentro entonces con extrañeza, la presencia de una librería ambulante; de esas que llevan de un lugar a otro cientos de libros.  Decido escabullirme entre ellos y ver entre los títulos, alguno que llame mi interés. La mayoría de libros son de baja calidad y en gran medida con títulos curiosos. Sin embargo en medio de algunas colecciones populares, veo frente a mí un título que llama mi atención: CONFIESO QUE HE VIVIDO, de don Pablo Neruda. Aquel escritor chileno, que en la pileta de alguna vieja iglesia, seguramente recibiera por nombre el de Neftalí Reyes Basoalto.

Tengo entre mis manos su libro y debo empezar por confesar, que aún no he leído  ni siquiera una sola hoja. Sin embargo el título ronda en mi mente durante días,  revolotea una y otra vez sobre mis pensamientos e incluso en los reinos de morfeo deambula. 

"CONFIESO QUE HE VIVIDO" debe contener seguramente, lo mejor de este gran nobel chileno. Y estoy convencido de aquello, pues sólo el título hace que comience por preguntarme si aún quedan cosas por confesar en mi mundana vida. Después de todo he terminado por regalar mi vida en cuentos y diarios sin sentido, que son seguramente malos, pero que me ayudaron a aliviar este camino de sal y azúcar al que llamamos vida.
 
Desde aquella inesperada compra, he terminado (después de mucho) mirando el vacío techo de mi cuarto, nublando mi mente mientras observo cruzar sobre ese vacío, las razones por las que sigo vivo y también aquellas por las que a veces me mantengo muerto, mientras vivo.

Comienzo entonces, aquel acto penitencial al que nos sometemos los humanos cuando la soledad comienza a realizar lo que mejor sabe hacer, deprimirme (…) y me pregunto ¿el porqué de todo? y la resurrección se asoma como una idea loca en el devenir de mi constante inercia. Acababa de morir, me digo y por fin siento que estoy vivo. Y es que es cierto, morí aquel día que entendí que aquel "adiós" era para siempre. También un día, los golpes de la vida, los de Vallejo, me hicieron entender que "tu adiós" se mantendría hasta el último día de  mi efímera y múltiple vida.

Aquel día, en el que por fin volví al lugar en que aquéllo se engendró, comprendí que dibujaste los santos oleos en mi alma y me regalaste la resurrección que tanto esperaba. Tuvieron que pasar seguramente tres años para volver a vivir; pero aquel día con la muerte, me regalaste la vida.

Resurrección, entonces pensaba. Curiosamente en aquel viaje, una Virgencita Cusqueña, aquella que nace de las manos del pintor andino, me susurró al oído: "mi nombre es Virgen de la Soledad"

Me traje entonces entre brazos a "La madre divina de la soledad" y con ella llegó ciertamente la soledad absoluta. Y mi vida, ya compleja, se convirtió entonces en una aparente complejidad. 

De pronto, un  adiós que se repitió una y mil veces en  mi vida. Se escribió por fin, al final del capítulo. Me quedé, entonces, realmente solo y con ello comprendí que a pesar de mi esfuerzo todo había acabado. 

Los días pasan y entre soledad y la vida, aprendí a comprender que la inercia sumada a la soledad "divina" hacen de la vida, más vida. Debo sin embargo “confesar que he vivido", pero que he descubierto, una vez más, lo impredecible del amor. Pues el muerto que yacía enterrado, ha revivido y encontró el soplo de vida en la niña que frente a sus ojos, hace mucho, miraba también los suyos.

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