Las horas de trabajar han concluido y por fin, una vez más, la antigua Alameda Bolognesi me da la bienvenida a esta tierra de señoritas y soldados, del caplina y el Tacora. Me recibe entonces el placentero bullicio que provoca el
ir y venir por sus largas y antiguas cuadras. Las personas que, cual
pasajeros caminan por esta tierra, reviven en sus pasos las historias de
aquellas viejas losetas, que tras el concreto guardan una vida, nada mas que el alma de
mi tierra.
Estoy cerca al mercado central, aquél que antes
llevara el nombre de "La Recoba". Aquel que ve cruzar al
silencioso "Caplina" y que empezara a morir tras el terrible incendio, que sus
cimientos de barro y arcilla soportaran por aquellos días.
Encuentro entonces con extrañeza, la presencia de una
librería ambulante; de esas que llevan de un lugar a otro cientos de
libros. Decido escabullirme entre ellos y ver entre
los títulos, alguno que llame mi interés. La mayoría de libros son de baja
calidad y en gran medida con títulos curiosos. Sin embargo en medio de algunas
colecciones populares, veo frente a mí un título que llama mi atención: CONFIESO
QUE HE VIVIDO, de don Pablo Neruda. Aquel escritor chileno, que en la pileta de
alguna vieja iglesia, seguramente recibiera por nombre el de Neftalí Reyes Basoalto.
Tengo entre mis manos su libro y debo empezar
por confesar, que aún no he leído ni siquiera una sola hoja. Sin embargo
el título ronda en mi mente durante días, revolotea una y otra vez
sobre mis pensamientos e incluso en los reinos de morfeo deambula.
"CONFIESO QUE HE VIVIDO" debe contener
seguramente, lo mejor de este gran nobel chileno. Y estoy convencido de aquello,
pues sólo el título hace que comience por preguntarme si aún quedan cosas por
confesar en mi mundana vida. Después de todo he terminado por regalar
mi vida en cuentos y diarios sin sentido, que son seguramente malos, pero que
me ayudaron a aliviar este camino de sal y azúcar al que llamamos
vida.
Desde aquella inesperada compra, he terminado (después
de mucho) mirando el vacío techo de mi cuarto, nublando mi mente mientras
observo cruzar sobre ese vacío, las razones por las que sigo vivo y también
aquellas por las que a veces me mantengo muerto, mientras vivo.
Comienzo entonces, aquel acto penitencial al que
nos sometemos los humanos cuando la soledad comienza a realizar lo que mejor
sabe hacer, deprimirme (…) y me pregunto ¿el porqué de todo? y la resurrección se asoma como
una idea loca en el devenir de mi constante inercia. Acababa de morir, me digo y
por fin siento que estoy vivo. Y es que es cierto, morí aquel día que entendí
que aquel "adiós" era para siempre. También un día, los golpes de la
vida, los de Vallejo, me hicieron entender que "tu adiós"
se mantendría hasta el último día de mi efímera
y múltiple vida.
Aquel día, en el que por fin volví al
lugar en que aquéllo se engendró, comprendí que dibujaste los santos
oleos en mi alma y me regalaste la resurrección que tanto esperaba. Tuvieron
que pasar seguramente tres años para volver a vivir; pero
aquel día con la muerte, me regalaste la vida.
Resurrección, entonces pensaba. Curiosamente en
aquel viaje, una Virgencita Cusqueña, aquella que nace de las manos del pintor
andino, me susurró al oído: "mi nombre es Virgen de la Soledad"
Me traje entonces entre brazos a "La madre
divina de la soledad" y con ella llegó ciertamente la soledad absoluta. Y
mi vida, ya compleja, se convirtió entonces en una aparente
complejidad.
De pronto, un adiós que
se repitió una y mil veces en mi vida. Se escribió por fin, al
final del capítulo. Me quedé, entonces, realmente solo y con
ello comprendí que a pesar de mi esfuerzo
todo había acabado.
Los días pasan y entre soledad y la vida, aprendí a
comprender que la inercia sumada a la soledad "divina" hacen de la vida, más
vida. Debo sin embargo “confesar que he vivido", pero que he descubierto,
una vez más, lo impredecible del amor. Pues el muerto
que yacía enterrado, ha revivido y encontró el soplo de vida en
la niña que frente a sus ojos, hace mucho,
miraba también los suyos.
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